domingo, 27 de febrero de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 1) Antonio Lozano


Tras acabar de leer la última frase del libro, Enrique lo mantuvo aún entre sus manos unos instantes. Eso hacía cada vez que la historia recién leída lo había atrapado de manera especial, quizá porque lamentara llegar a su fin –siempre que disfrutaba de algo,  ya fuera un libro o su postre favorito, le pasaba lo mismo-  o porque interiormente se resistiera a dar por concluido el relato y se empeñara en seguir prolongándolo.
            A decir verdad, en pocas ocasiones le sucedía eso. Las más de las veces, daba por terminada la lectura con el punto final, o con la palabra FIN cuando el autor decidía indicar así que aquello había terminado. Se dirigía entonces a la estantería, colocaba cuidadosamente el libro en el hueco que había dejado al ser retirado, y recorría después con el dedo índice los demás,  acariciando de cuando en cuando el lomo de alguno de ellos, señal de que podría ser el elegido. Pero si los libros sintiesen -eso es algo que nunca se sabrá, aunque Enrique estaba convencido de que así era-, sabrían que el roce de la yema de los dedos no indica elección definitiva hasta que aquél se convierta en leve presión, justo en el lugar en que se encuentra el título. Un nuevo espacio se abre hueco entonces en el estante, y a Enrique le gusta fantasear con que, del pequeño vacío dejado, acaba de sacar quién sabe cuántos personajes por conocer, enigmas por descifrar, ciudades por conocer, océanos por surcar.
            Haber elegido el sustituto del libro recién cerrado no significa en absoluto que Enrique haya terminado su relación con él. Hasta el día siguiente no dará por concluida la lectura, porque volverá a adentrarse en él cuando, al llegar la noche, escuche la voz de sus padres reclamando que apague la luz. Son esas las únicas ocasiones en que Enrique obedece sin rechistar, porque, para él, esa será una noche de lectura sin libro, y una lectura sin libro, todos lo saben, no necesita luz. Vuelve entonces a saborear las historias que quedaron presas en las estanterías, a revivir los detalles más jugosos de la aventura, o a alumbrar aquellos otros a los que no prestó –por esos caprichos que tiene eso de la lectura- atención suficiente.
Y se despide finalmente de los personajes que lo han acompañado durante los días anteriores cuando los párpados se hacen tan pesados que, por mucho empeño que ponga el niño, lo dejan en brazos del mismísimo Morfeo, aquel dios de los sueños del que tuvo noticias en un hermoso tomo sobre mitología griega que le había regalado su madre al cumplir los diez años.
            Fue al despertar cuando se dio cuenta Enrique de que alguna idea indefinible le rondaba la cabeza, una de esas ideas que parece nacer por su cuenta y sin permiso en el interior de uno, aprovechando por ejemplo las largas horas de la noche pasadas durmiendo. Sí, eso tuvo que ser, pensó Enrique, habrá sido la noche la culpable de ese revoloteo que tan intranquilo lo tenía desde que el zumbido del despertador lo devolvió a la cruda realidad de todas las mañanas.
            Mientras engullía los cereales que su padre le había dejado sobre la mesa de la cocina, la idea pareció decidir al fin ir tomando forma, y mientras caminaba, con su mochila a cuestas, hacia el colegio, supo con toda claridad de qué se trataba: él era un niño que quería cambiar de siglo.
            Desde que aprendió a descifrar el misterio de las letras y descubrió que de la combinación de esos 27 simples signos podían salir tantas y tantas historias, no dejó un solo día de pasar algún rato delante de un libro. En ellos había aprendido la mayoría de las cosas que sabía y, en ellos, había viajado algunas veces por tiempos remotos y otras por otros aún por llegar, se había codeado con valientes corsarios, ballenas indómitas, gladiadores revoltosos, dinosaurios peleones, astronautas temerarios, en fin, toda suerte de personajes que habían pasado a formar parte de un mundo que a él sólo pertenecía, algo así como una familia que él mismo se había formado para él solito.
            Aquel día, no se pudo concentrar como solía hacer en clase, y la voz del profesor se convertía en un murmullo que servía de fondo al pensamiento al que daba vueltas y más vueltas: cambiar de siglo, sí, recorrer tiempos pasados o futuros, también, vivir aventuras extraordinarias, suyas únicamente, claro que sí… ¿pero cómo?
Cuando llegó la noche, ya había encontrado la respuesta y, para asombro de sus padres, anunció que se iba a meter en la cama una hora antes de lo habitual y sin necesidad de que hubiera que repetírselo diez veces. Al levantar la sábana, descubrió todo lo que había guardado bajo ella, todos los libros que había seleccionado cuidadosamente a lo largo de la tarde para construir con ellos la gran aventura de su vida, la que le iba permitir cumplir su sueño de cambiar de siglo. En la portada de uno de ellos, una enorme carabela desafiaba un mar bravío; en otra, un cíclope se enfrentaba a un soldado armado con una espada; más allá, un hombre vestido con piel de oso lanzaba su lanza a las fauces de un dinosaurio. Sí, sin duda en el interior de todos esos libros Enrique encontraría los ingredientes de la gran aventura que se disponía a vivir.

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