martes, 1 de marzo de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 2) Marcos Alonso

  Sus ojos se hundieron en el sueño sereno y profundo, envuelto por un cielo oscuro agujereado por miles de estrellas que destellaban con fuerza en el firmamento, haciendo brotar una sonrisa en el rostro de Enrique. Era una sensación agradable, como si flotara, eso le gustaba y le hacía olvidar sus problemas, era como estar en un lugar seguro donde cobijarse, un refugio que lo calmaba y lo llenaba de paz.
Enrique se relajaba de tal manera que pronto parecía fluir de su imaginación miles de imágenes, como si escaparan de los libros que lo rodeaban: el árido y ardiente Desierto de Arabia, con sus caravanas interminables de beduinos; el vertiginoso mundo del Himalaya, desafiado por intrépidos escaladores; los fríos y tormentosos mares del Norte o las cálidas aguas tropicales de los mares del Sur, surcado por viejos lobos de mar; ciudades que nunca conoció envueltas en historias dormidas, que parecían despertar de forma inesperada, y en las que él se convertía en un viajero incansable, subido en una góndola veneciana, cruzando el puente Rialto en el Gran Canal; con una pesada armadura medieval cabalgando hacia Tierra Santa o en un galeón español rumbo a América.
Pero, como una pompa de jabón que explota, todo se desvaneció al instante, cuando un ruido  estridente  y chillón, que parecía perforarle los oídos, lo despertó. Sudoroso y de mal humor, Enrique se incorporó, tanteó la mesa de noche hasta que dio con el despertador, que no dejaba de sonar, y de un manotazo lo aplastó dejándolo sin vida, mientras se quejaba de aquel suceso tan inoportuno.
Hacía frío y, como siempre, le costó levantarse de la cama a esa hora de la mañana. Desganado y apesadumbrado bajó las sombrías escaleras, como si descendiera a los mismísimos infiernos. La oscuridad del pasillo, antes de llegar a la cocina, resumía su estado de ánimo, triste y apagado.
Como otras veces, volvió a oír los sollozos de su madre, que se lamentaba amargamente del estado de su padre que, como siempre, comenzaba a beber desde las primeras horas del día. Ellos intentaban disimular delante de su hijo, pero Enrique ya lo sabía, había descubierto a su padre, en medio de sus acaloradas discusiones con su madre, llorar como un niño: “¡Y que me importa a mí que nos hayamos quedado sin trabajo si me voy a morir! ¿es que no te das cuenta? ¡me estoy muriendo, Anabel!”, le gritaba a su esposa antes de salir de la casa dando un gran portazo.
A su madre, Anabel, siempre la había recordado como una mujer fuerte y entera, pero desde hacía un año, cuando se enteró de la grave enfermedad que padecía su marido, todo parecía precipitarse y su joven madre había envejecido como si renunciara, también, a vivir. Sus ojos siempre parecían ensangrentados y su piel se había arrugado al encogerse su cuerpo, cada vez más delgado y huesudo, como si se resecara su alma por dentro.
Enrique, acostumbrado a esas escenas, parecía un autómata, iba a la nevera sin decir nada, cogía la leche, luego los cereales de un estante del roperillo, mientras miraba de  reojo a su madre, que no se percataba que su hijo estaba allí. Se sentía verdaderamente invisible, y apenas podía recordar aquel tiempo en que fue el centro de atención de sus padres y recibía todo tipo de atenciones.
Cabizbajo, regresaba, después de darle un beso en la frente a su madre, que aún con las lágrimas en los ojos, parecía ausente y con la mirada perdida. Cuando Enrique volvía a subir las escaleras, parecía un viejo arrastrando un cuerpo pesado y dolorido por  la pena, la tristeza y la impotencia de ver como su familia se iba poco a poco deshaciéndose, como si ellos fuesen figuritas de arena.
Pero cuando volvió a entrar en su habitación, esa mañana, quedó deslumbrado por la luz que entraba por la ventana y, al intentar cerrarla, su cuerpo osciló, como si el suelo cediera, haciéndolo caer. Sin comprender qué es lo que estaba ocurriendo, se  levantó del suelo y salió apresuradamente de la habitación. Fue entonces cuando lo sorprendió un aire cálido y húmedo, como la brisa del Monzón, y tras bajar las escaleras contempló algo realmente alucinante: la luz lo llenaba todo y ,poco a poco, pudo observar unas islas en forma de altas montañas redondeadas que parecían flotar sobre un mar espeso de tonos verdosos, mientras un cielo plomizo le daba a todo aquello un aire misterioso.
Un ruido, como si fuese el golpear de palos de madera ,lo hizo girar contemplando, de repente, una inmensa vela atravesada por listones de madera paralelos entre sí, “¡Es un gran Junco!”, pensó, mientras la inmensa embarcación surcaba, majestuosa, las aguas del Mar Amarillo o del Mar de la China.
–¡Señol! –oyó decir– la Glan Plincesa desea hablal con usted.
            Enrique no fue capaz de contestar y siguió al marinero chino, mientras observaba el  lujoso traje de Gran capitán que él mismo llevaba puesto. Cuando levantó la vista, contempló admirado a una hermosa joven que se acercaba hasta él y, tras agarrarlo fuertemente por el chaleco, lo zarandeó a la vez que no dejaba de gritarle: “¡Enrique, Enrique, despiértate, que se te hace tarde para ir al colegio!”.

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