miércoles, 30 de marzo de 2011

La vida a ti debida.




Desvalido y vencido por el llanto,

de tu vientre sagrado llegué a los resplandores de la vida.

Sonriente, inventaste el amor que me amó siempre,

y tu mirada clara me invitó a resplandores

que nutrió mi ignorancia de saberes.





Preguntas sin sentido te lanzaba, mientras tu inagotable generosidad

respondía perfectas las respuestas, y cuando terminabas,

otra vez más preguntas, otra vez más respuestas cargadas de ternura infinita.

El cansancio y los juegos cambiaban tu presencia por mis sueños,

volando en mariposas, brincando las estrellas, floreciendo hojas secas,

hablando con la luna y escuchando tu voz cantando alegre

y diciendo bajito “cuánto te quiero, chiquitito”, y lentamente,

como si flotara, ascender al lado de una nube profunda y descansar

volviendo a despertar al nuevo día cargado de sonrisa, sin pereza ,

buscándote de nuevo para juntos, volver a inventar otro día extraordinario… mamá.

lunes, 28 de marzo de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 6) Paola León

Al entrar vio a su  compañero.  Se llamaba Pablo y era un niño muy educado, él le enseño dónde estaba su cama y le dijo dónde podía poner sus cosas. Enrique se lo agradeció y se puso a colocarlas; vio que había una televisión no muy grande y  pensó: “¿Queeé? ¿A este sitio no han llegado las “teles “de plasma?”,  y se rió él solo. Pablo, al verlo reír, pensó que Enrique era un poquito raro, y es que le habían dicho  que las personas que se reían solas o hablaban solas estaban locas o eran un poco raras. Bueno, volvamos al momento, ¿vale? Enrique, al terminar, se fue al comedor donde le habían dicho que tenían que estar cuando terminara de colocar la maleta para que le enseñaran el colegio y también para decirle las reglas.
Allí le enseñaron todo el colegio y, a pesar de que tenía unas reglas un poquito estrictas, ya le iba empezando a gustar un poquito aquel sitio. Justamente cuando terminaron pasó por allí una alumna.  Él no la miro muy bien pero por lo que pudo ver le pareció muy guapa, aunque no le dio importancia.
Llegó a su cuarto y rápidamente llamó a su mejor amigo:
-Hola, ¿cómo estas?
-Bien, aquí en este cole nuevo.
- ¿Ah sí? Y qué tal ¿te gusta?
-Sí, no está tan mal, ahora mismo  voy a ir a esta biblioteca para ver qué tipos de libros tiene, ya te contaré.
- Vale.
-Pueeees bueno, adiós.
-Sí, adiós.
Al terminar la conversación rápidamente se fue a la biblioteca; al entrar estuvo como media hora para ver qué libro cogía. Era tan grande esa biblioteca que no sabía qué libro coger y al final se decidió y cogió uno de aventuras. Era bastante gordo, pero eso a él no le importaba porque si no terminaba de leérselo, se lo podía llevar a su habitación, tenían permiso para eso.
Eran casi las ocho cuando decidió seguir leyendo en su cuarto. Al entrar vio a Pablo comiendo y Enrique le preguntó que si les daban la comida en su cuarto o tenían que ir a comprarla. Él le dijo que se la traían pero que lo que le traían era una comida que elegían ellos. Enrique tenía muchas ganas de comer, así que llamó para que se la trajeran. A que no sabrías decirme qué le trajeron para cenar…

martes, 22 de marzo de 2011

María R del P. R. obtiene el primer premio de Cuentos Solidarios 2011

 Hace unas semanas, informábamos en este blog que  María R del P R, alumna de 2º de la ESO del IES “Joaquín Artiles” , había conseguido el primer premio de la  fase municipal de "Cuentos Solidarios", que organiza el Cabildo de Gran Canaria, en categoría infantil, por el trabajo titulado “Dady”.
 
Ahora hemos tenido conocimiento de que  nuestra joven escritora ha obtenido, también, el primer premio a nivel insular. Por tanto, desde este blog queremos felicitar a María por estos éxitos iniciales, que seguro precederán a otros muchos que confirmarán su talento literario.

lunes, 21 de marzo de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 5) Seima Ramírez

  
     La voz de su madre le pareció molesta, aunque en condiciones normales le habría resultado maravillosa, en esta solo parecía una alarma de despertador.
Enrique gimió mientras se estiraba y se desprendía del gordo edredón de algodón que su padre, hace ya mucho tiempo, le había fabricado con amor y esmero. Miró el reloj, las once en punto, ¿llevaba durmiendo tanto tiempo?
Intentó levantarse de su mullida cama, y le costaba bastante, pero cuando por fin lo logró, salió corriendo de su habitación para dirigirse al balcón. Cuando llegó allí, le hubiera gustado oler el salitre y ver a la hermosa princesa, pero sobre todo, volver a tener el control en su rumbo, su destino.
Bajó las escaleras lo más rápido que pudo, y cuando estuvo abajo, para su sorpresa, su padre estaba sentado en la mesa, junto a su madre y a tres señores más.
–Enrique, ven aquí, tenemos que hablarte de una cosa…–dijo su madre–
Enrique fue hacia la mesa y se sentó en una de las butacas.
–Cariño, estos señores son de la residencia infantil Sta. Bárbara –dijo su padre.– ¿Cariño? –Le había dicho cariño, eso era muy raro…
–Hola Enrique, venimos para hablarte de que tu colegio ha hecho una inspección en las familias del centro, y después de hablarlo con tus padres, creemos que lo mejor será que vengas con nosotros a Sta. Bárbara. Hay muchos niños como tú, y tenemos una gran biblioteca donde pasar los ratos, y un patio enorme donde jugar al fútbol.–dijo uno de los hombres, el más regordete.–
Enrique negó con la cabeza, ¡No! No podían alejarlo de su familia, ni de su casa, ni de sus amigos…
–Pero…–dijo él.
–Nada de quejas, haz la maleta y vete con el señor Cole, el señor Swan y el señor Pérez.
A Enrique no le quedó otra que ir a su cuarto a preparar la maleta. No, a Sta. Bárbara, esa “residencia”, él la conocía gracias a internet. Era como un internado, un lugar donde se imparten clases, así que tendría que dejar a sus amigos.
Enrique hizo la maleta, mientras lloraba y pensaba que si él fuera como Frank en “la cabalgata del otro hombre lobo” no sería lo mismo.
Bajó despacio hasta el salón, mirando cada cosa, cada detalle, por minúsculo que fuera, recordando lo que no volvería a ver en mucho tiempo. Sta. Bárbara estaba al otro lado del país.
Cuando bajó, la puerta estaba abierta y fuera había un coche esperándolo.
–Adiós cielo.–dijo su madre.
Esta le besó en la mejilla.
–¡No!, no me iré sin tener una explicación.–dijo Enrique.–
–Piensa solo que es lo mejor para ti.
Y entonces el señor Pérez le cogió de la mano y lo metió en el coche. Parecía una de las novelas policiacas que él solía leer junto a su padre en los días de lluvia.
El camino hasta la estación de tren era largo, una hora y media.
El coche no disponía de reproductor de Cd, así que Enrique se puso sus cascos y encendió su mp4.
Cuando llegaron a la estación, estuvo una hora y cuarto esperando en la pequeña e incómoda butaca de metal frio. Y luego tres horas más en el tren.
Una vez en la escuela, Enrique se dirigió a su cuarto, y conoció a su compañero de habitación.

Día de la poesía

     Hoy, Día de la Poesía, me gustaría aprovechar para presentarles la obra de un amigo, Amando Carabias, escritor y poeta segoviano, que con frecuencia visita este blog. "Versos como carne", es su quinto libro y segundo poemario publicado recientemente. Poeta de largo recorrido, lleva en su sangre ese veneno que transmite al papel con una fuerza y pasión que desborda.

Un vendaval de vida me recorre
arropado en su túnica de nácar.
Mientras contemplo andanadas de sueños galopando
sobre el cerro de mi noche

Amante de la vida y del amor es también un guerrero que utiliza la poesía como arma arrojadiza contra las injusticias, como si fuera un Quijote sin fecha de caducidad. Sus armas son precisas y posee un arsenal inagotable de conocimientos y recursos literarios, pero lejos de resultar empalagoso el uso de su rico vocabulario, a veces nos produce una sensación agridulce, casi provocadora:
En mi verso hay rugidos de silencios,
cuya tinta son ángeles sin alas
encadenados a las heces ciegas
de un pétalo de luna que fallece
[...]
En mi verso hay caricias de silencios 
para romper palabras sin aurora
donde  entierren la noche del sicario
donde se alcen los ojos de los niños
para romper palabras sin aurora

Cuando desaparece la temática social surge la temática amorosa que la aborda igualmente con maestría:

Infiltradas estrellas en tus venas.
Su hilatura de plata entró en tus poros,
trocó tu piel en faro de azucenas,
almenar que mis besos bendecían,
simbiosis de rocío y luz sedienta 
que desplazaba los escombros ciegos
de mi pasado en ruinas de cenizas.

A la mayoría de nosotros  nos resulta difícil definir qué es poesía, un término que se vuelve subjetivo cuando intentamos atraparlo con palabras certeras. Pero sin duda percibimos claramente lo que es cuando leemos versos que nos conmueven y nos transmiten emoción, a la vez que nos sensibiliza y nos hace reflexionar. Sirva como un buen ejemplo éste de "Versos como carne" de Amando Carabias.
    










domingo, 20 de marzo de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 4) Tanausú Collado


No pudo siquiera comenzar a leer el libro que tenía entre sus manos, a lo lejos escuchó como su madre lo llamaba para almorzar. Al dirigirse a la cocina no puedo evitar volver a sentir esa soledad que invadía su casa día tras día, una soledad que se notaba como uno más de la familia. El dolor por la enfermedad de su padre había roto la unidad familiar de la que se disfrutaba en antaño, ahora no eran más que un recuerdo de algo que fue vivido sin ser disfrutado al máximo ya que se antojaba indestructible, eterno, infinito... Como cuando abres el grifo de la ducha y ves correr el agua como si fuese inagotable, ahora de esa fuente sólo caían pequeñas gotas que no calmaban su sed.
Al llegar a la cocina ya tenía su plato sobre la mesa. Comía solo, como de costumbre desde hacía varios meses. Su padre apenas aparecía por casa y su madre... O lo que quedaba de ella, hacía tiempo que no la veía comer a su lado. Ya no sabía sí comía antes de su llegada del colegio o simplemente había dejado de almorzar y se saciaba con algo que picaba entre horas, y visto el deterioro físico que se acumulaba en su cuerpo, apostaba por este último. Así que comer se había transformado en un acto obligatorio con el que no disfrutaba, pasando por él sin pena ni gloria. Ahí quizás era cuando más echaba en falta la presencia de un hermano. Cuando las cosas iban bien, no había día que no pedía a sus padres un hermanito, y siempre observó en sus caras una sonrisa que intentaban disimular pero que en muchas ocasiones no pudieron esconder. Nunca comprendió que veían de gracioso en algo tan serio como eso, porque sabía que era algo que sólo podían traer ellos sino ya se habría encargado de ese tema hacía mucho tiempo. Aunque cierto es que en un primer momento siempre reían, la respuesta que recibía era la de: “Tranquilo, ya lo estamos buscando”. Pero nunca llegó, así que supuso que no buscaron lo suficiente.
Tras recoger la mesa y el limpiar el mantel de flores, su madre pasó a su lado y volvió a darle el mismo beso que le daba a diario después de comer, un beso programado, vacío, sin sentimientos, pero un beso al fin y al cabo que agradecía... Por lo menos ella mostraba señales de cariño, su padre hacía tiempo que se olvidó de darlas.
Volvió al cuarto, cogió el libro y se sentó sobre su cama dispuesto a continuar con la lectura que tantas veces había sido interrumpida. Pero antes de comenzar a leer, se acercó el libro a su cara y disfrutó del olor a celulosa y tinta, una combinación perfecta con la que disfrutaba cada vez que abría un libro y que tanto le relajaba durante un par de segundos... Cuando volvió a abrir los ojos no pudo evitar soltar un grito. Ante él volvía a estar la hermosa princesa que había visto hacía unas horas, miró a su alrededor y parecía que todo estaba igual que la última vez que había estado allí, como si el tiempo no hubiese pasado, como si lo estuviesen esperando...
–¡Oiga! ¿Me está escuchando?–le preguntó la joven princesa.
–Sí, sí... Disculpe, ¿dónde estamos?
–¿Cómo? Capitán, sí usted no lo sabe...
“¿Capitán? ¿Él? ¿Pero cómo podía ser eso?” Decidió seguir con aquello, aún sin saber muy bien que estaba pasando.
–Gran Princesa, no se preocupe, ha sido un pequeño lapsus, claro que sé donde estamos...
–Me alegra escuchar eso, porque hace varios días que debíamos haber llegado a Tierras Lejanas, mi futuro marido debe estar preocupándose.
–Tranquila, en pocos días llegaremos a Tierras Lejanas sana y salva como le prometí al Rey.
–Sé que llegaré sana y salva, confío en usted, pero comprenda que para una princesa es complicado estar por estos lares durante tantas semanas... Además, estoy agotando mis últimos libros y es mi única forma de ocio aquí.
–¿Libros? ¿Dónde?
–Ahí están, pero Capitán no sabía que...
Dejó de escuchar la voz de la Gran Princesa, su mirada estaba perdida entre tantos libros, de tantos colores diferentes y todos ellos tan atractivos. Cuando se descubrió con un libro entre sus manos no pudo evitar oler sus páginas.... Pero para su sorpresa no solo olía a celulosa y tinta, había algo más.
–¡Salitre!–exclamó al reconocer el olor. Lo más extraño de todo era que sus páginas lo desprendían, era como si estuviesen hechas con agua salada, el olor del mar no las había contaminado, simplemente ese era su olor original.
–Claro Capitán, todos los libros de estos Reinos tienen ese olor. Está usted un poco...
Un estruendo seguido de una fuerte sacudida agitó todo el barco. A lo lejos comenzaron  a escuchar gritos y ambos salieron del camarote para ver que estaba pasando ahí afuera. No podían creer lo que estaban viendo ante ellos, un calamar gigante había emergido de las profundidades del mar y había puesto sus tentáculos sobre la proa del barco.
–Capitán, ¿qué es eso?–gritó la Princesa mientras el miedo se hacia presente en sus ojos.
–Kraken, el calamar gigante de las profundidades– Enrique lo conocía bastante bien. Sabía que era el peor enemigo para cualquier buen capitán y más de una vez había sido testigo de como acababa con alguno de ellos y con toda su tripulación. Pero también sabía de sobra lo que debía hacer para acabar con él. –¡Preparen los cañones!
Toda la tripulación parecía volver a entrar en razón y comenzaron a distribuirse. Cuando iban a empezar con el primer ataque otro fuerte sacudida movió el barco e hizo que el Capitán cayera y se golpeara fuertemente con el suelo...
–¡Enrique, despierta! Mira la hora que es, llevas toda la tarde durmiendo

miércoles, 16 de marzo de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (Capítulo 3) Lucía León


     Enrique al escuchar la voz de su madre se levantó con mala gana  se vistió, desayuno y se fue a buscar la guagua. Al llegar a clase saludó a su mejor amigo, Pablo; era alto de pelo pelirrojo, ojos marrones y moreno. Le contó lo que había hecho en el fin de semana ya que solo había hecho una cosa… leer libros. El amigo le dijo que era un fanático de la lectura.
-No paras de leer libros y nunca sales a jugar conmigo y eso me va cansando.
-Eso no es verdad, yo he salido a jugar contigo muchas veces pero es que libro me tiene muy intrigado
-Ya, pero no hay motivos.
-Si te molesto mi forma de actuar, perdóname, no lo hago queriendo
En ese momento se dieron un abrazo y cada uno se sentó en su pupitre, les tocaba matemáticas con Alonso, el profesor más divertido del colegio.
   -Buenos días,  niños.
-Qué te pasa “profe”, ¿estás enfadado con nosotros? -dijo Enrique.
-Enfadado no estoy, triste porque la mayoría de ustedes habéis suspendido el examen y ya sabéis que este examen era muy importante.
-Lo sentimos, es que era la fiesta y no queríamos perdérnosla -dijo Pablo.
-Bueno, de todas maneras estoy triste, espero que me juren que harán bien los próximos exámenes ¿me lo prometéis?
Todos los alumnos gritaron que sí y se fue. Al finalizar las clases, Enrique se fue corriendo a su casa para terminar de leerse su preciado cuento.
Al llegar a su casa comió y subió corriendo las escaleras para terminar el cuento. La madre subía y bajaba las escaleras pero él no se enteraba, estaba muy concentrado.

martes, 1 de marzo de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 2) Marcos Alonso

  Sus ojos se hundieron en el sueño sereno y profundo, envuelto por un cielo oscuro agujereado por miles de estrellas que destellaban con fuerza en el firmamento, haciendo brotar una sonrisa en el rostro de Enrique. Era una sensación agradable, como si flotara, eso le gustaba y le hacía olvidar sus problemas, era como estar en un lugar seguro donde cobijarse, un refugio que lo calmaba y lo llenaba de paz.
Enrique se relajaba de tal manera que pronto parecía fluir de su imaginación miles de imágenes, como si escaparan de los libros que lo rodeaban: el árido y ardiente Desierto de Arabia, con sus caravanas interminables de beduinos; el vertiginoso mundo del Himalaya, desafiado por intrépidos escaladores; los fríos y tormentosos mares del Norte o las cálidas aguas tropicales de los mares del Sur, surcado por viejos lobos de mar; ciudades que nunca conoció envueltas en historias dormidas, que parecían despertar de forma inesperada, y en las que él se convertía en un viajero incansable, subido en una góndola veneciana, cruzando el puente Rialto en el Gran Canal; con una pesada armadura medieval cabalgando hacia Tierra Santa o en un galeón español rumbo a América.
Pero, como una pompa de jabón que explota, todo se desvaneció al instante, cuando un ruido  estridente  y chillón, que parecía perforarle los oídos, lo despertó. Sudoroso y de mal humor, Enrique se incorporó, tanteó la mesa de noche hasta que dio con el despertador, que no dejaba de sonar, y de un manotazo lo aplastó dejándolo sin vida, mientras se quejaba de aquel suceso tan inoportuno.
Hacía frío y, como siempre, le costó levantarse de la cama a esa hora de la mañana. Desganado y apesadumbrado bajó las sombrías escaleras, como si descendiera a los mismísimos infiernos. La oscuridad del pasillo, antes de llegar a la cocina, resumía su estado de ánimo, triste y apagado.
Como otras veces, volvió a oír los sollozos de su madre, que se lamentaba amargamente del estado de su padre que, como siempre, comenzaba a beber desde las primeras horas del día. Ellos intentaban disimular delante de su hijo, pero Enrique ya lo sabía, había descubierto a su padre, en medio de sus acaloradas discusiones con su madre, llorar como un niño: “¡Y que me importa a mí que nos hayamos quedado sin trabajo si me voy a morir! ¿es que no te das cuenta? ¡me estoy muriendo, Anabel!”, le gritaba a su esposa antes de salir de la casa dando un gran portazo.
A su madre, Anabel, siempre la había recordado como una mujer fuerte y entera, pero desde hacía un año, cuando se enteró de la grave enfermedad que padecía su marido, todo parecía precipitarse y su joven madre había envejecido como si renunciara, también, a vivir. Sus ojos siempre parecían ensangrentados y su piel se había arrugado al encogerse su cuerpo, cada vez más delgado y huesudo, como si se resecara su alma por dentro.
Enrique, acostumbrado a esas escenas, parecía un autómata, iba a la nevera sin decir nada, cogía la leche, luego los cereales de un estante del roperillo, mientras miraba de  reojo a su madre, que no se percataba que su hijo estaba allí. Se sentía verdaderamente invisible, y apenas podía recordar aquel tiempo en que fue el centro de atención de sus padres y recibía todo tipo de atenciones.
Cabizbajo, regresaba, después de darle un beso en la frente a su madre, que aún con las lágrimas en los ojos, parecía ausente y con la mirada perdida. Cuando Enrique volvía a subir las escaleras, parecía un viejo arrastrando un cuerpo pesado y dolorido por  la pena, la tristeza y la impotencia de ver como su familia se iba poco a poco deshaciéndose, como si ellos fuesen figuritas de arena.
Pero cuando volvió a entrar en su habitación, esa mañana, quedó deslumbrado por la luz que entraba por la ventana y, al intentar cerrarla, su cuerpo osciló, como si el suelo cediera, haciéndolo caer. Sin comprender qué es lo que estaba ocurriendo, se  levantó del suelo y salió apresuradamente de la habitación. Fue entonces cuando lo sorprendió un aire cálido y húmedo, como la brisa del Monzón, y tras bajar las escaleras contempló algo realmente alucinante: la luz lo llenaba todo y ,poco a poco, pudo observar unas islas en forma de altas montañas redondeadas que parecían flotar sobre un mar espeso de tonos verdosos, mientras un cielo plomizo le daba a todo aquello un aire misterioso.
Un ruido, como si fuese el golpear de palos de madera ,lo hizo girar contemplando, de repente, una inmensa vela atravesada por listones de madera paralelos entre sí, “¡Es un gran Junco!”, pensó, mientras la inmensa embarcación surcaba, majestuosa, las aguas del Mar Amarillo o del Mar de la China.
–¡Señol! –oyó decir– la Glan Plincesa desea hablal con usted.
            Enrique no fue capaz de contestar y siguió al marinero chino, mientras observaba el  lujoso traje de Gran capitán que él mismo llevaba puesto. Cuando levantó la vista, contempló admirado a una hermosa joven que se acercaba hasta él y, tras agarrarlo fuertemente por el chaleco, lo zarandeó a la vez que no dejaba de gritarle: “¡Enrique, Enrique, despiértate, que se te hace tarde para ir al colegio!”.