domingo, 12 de junio de 2011

El niño que quería cambiar de siglo, Capítulo 10 (Marco Antonio)


Miré a Pablo arrugando confuso el entrecejo. Me levanté sobre el pico de la pirámide. Me erguí apurando la vista en un impulso de mirar más allá del horizonte, de aquella cortina nubosa del calor. Una brisa caliente acarició incómodamente la piel de mi rostro, empujando con ella pequeños granitos de arena. Miré a mis pies. Esclavos, grandes alféreces, comerciantes, y más gente vestida con túnicas, con sus pieles morenas castigadas por un sol injusto. No había cabida a dudas, estábamos indudablemente en el antiguo Egipto.
– Enrique… Enrique, Enrique –empezó a llamarme nervioso.
– Pablo, para, siquiera sé yo como pasa todo esto.
– No era eso, es que mira… –señaló nervioso a los pies de la pirámide.
Allí se estaba congregando un grupo de personas. Sus vestimentas eran extrañas y gritaban incrédulos. Yo en su posición estaría igual. Otros en cambio nos alaban. Miré mis ropas sucias, y las mismas de Enrique.
– Deberíamos bajar –le dije a mi compañero.
– ¡Ni se te ocurra! –me agarró del antebrazo aun sentado.
En ese instante un extraño mareo me sacudió acabando de nuevo en el misterioso barco. Enrique abrió sus ojos como platos al verse al descubierto y se agachó rápidamente escondiéndose junto a Pablo. Este estaba consternado a la par que atrofiado. Intentó moverse pero rápidamente Enrique le paró mientras unos hombres pasaban cerca del escondite. Sin decir nada ambos supieron que debían estarse callados. Que debían simplemente esperar.
Sus párpados se fueron endulzando con el capricho del vaivén. El sonido del mar sofocaba las varoniles y grotescas voces de aquel barco. En sus cuerpos se iniciaba el hechizo del sueño. Otra vez más. No tardaron minutos en quedarse dormidos. Ambos a la misma vez. Sin preámbulos ni meditaciones. Esperando la necesidad involuntaria del soñar deseos se les abalanzó ante sus cuerpos hundidos en la inocencia de la niñez.
– Señor Enrique, despierte, no tengo tiempo –dijo una voz femenina con un tono cantarín. El niño solo gimoteaba molesto– Señor Enrique, ¡que me tengo que ir!.
– ¿Quién eres? –le preguntó Enrique soñoliento comenzando a abrir sus ojos con cierta pesadez, extrañado dentro de la nueva rutina de viajes astrales en el espacio–tiempo.
– Vaya preguntita se le antoja hacer al señorito a estas horas –en su vista borrosa pudo diferenciar una figura de pelos rizados y con mucho volumen, con vestimentas de colores llamativos y un gran lazo blanco en el cuello de aquella cara aun sin rostro.
– Vaya estupideces sueña uno a estas horas, ¿no?.
– Eh, perdona, que yo a usted no le he faltado el respeto.
– ¿Acaso te he insultado? –se rascó los ojos.
– No. Pero sí a mi empleo y eso es un insulto indirecto mire por donde mire. Desees decir por donde desees decir.
– Yo no deseé decir nada –se quedó perplejo al visualizar al fin a aquella mujer.
Su piel era pálida, de aspecto suave, terso, limpia de marcas e impurezas. Sus ojos eran de un color ámbar, puro y brillante. Llevaba el pelo a lo afro, descuidado, pelirrojo y algo aplastado por un sombrero de copa plegable, azul con una cinta lila. Se colocó su lazo apretando sus finos labios pintados de rojo grana a conjunto con su sombra de ojos marrón oscuro. Iba vestida con prendas de estilo victoriano. Sin camisa o chaqueta dejando a relucir su corsé y sus presionados pechos. Una falda que tocaba el sueldo y reposaba parte de tela daba un aspecto extraño a aquella mujer. Más aun con aquellos colores llamativos. La tela de la falda eran cientos de figuras con distintos colores, colocándose una encajada en otra sin dejar un espacio libre bordadas con un hilo de tonalidad dorada. El corsé poseía un derivado pastel del rosa con cordones verdes. Enrique comenzaba a creer que se estaba volviendo daltónico con tanto viaje.
– ¿Qui–quién eres? –preguntó esta vez perplejo ante las apariencias.
– ¿Otra vez?... Pues mira soy… Soy todo lo que por tu mente pasa, también puedo ser la nada –dijo enfadada, sus rasgos finos, delicados, similares a los de una duendecilla pícara–. Soy todo el mundo, también nadie. Me reconocen por deseos, sueños y pesadillas. Pero solo tú me conoces…
– No quiero saber eso, quiero saber tu nombre.
– ¡Oh!, era eso… –sonríó algo avergonzada. Me llaman Fantasía, otros más ingenuos simplemente me dicen Sofía. Usted debe de ser Enrique, ¿no? –el niño asintió enarcando una ceja. ¿No le había llamado antes por su nombre?
Al mirar alrededor se dio cuenta de que se encontraba en su habitación. En casa. Pero era extraño. Todo estaba perfectamente iluminado. Por las ventanas no se lograba ver nada. Ninguna vista. Nada ni nadie. Ningún sonido. Allí solo parecían estar él y ella.
– ¿Qué hacemos aquí?...
– Dígamelo usted. Es usted quien se ha pasado estos últimos días llamándome sin parar, ¿no sabe que las ancianas tenemos mucho que hacer?...
– ¿Tú? ¿Anciana?
– Vaya hombre, encima me cuestionas. Tengo tanta edad como la que tiene la conciencia. Y te puedo asegurar que esa edad no la superan siquiera los perros.
– ¿Perros? –Enrique se estaba perdiendo en aquella conversación.
– Bueno, solo dime, dime por qué fantaseas tanto.
– ¿Por qué perros?
– Y sigue –bufó Sofía (o Fantasía) llevándose las manos a la cadera–. ¡Dime qué es lo que buscas de una maldita vez! ¡Me tienes de un lado para otro! ¡Sin parar! Solo pídeme un deseo, una fantasía, una imaginación y la cumpliré pero no me hagas seguir corriendo de esa manera que así lo único que conseguirás ¡es que me despeine! Venga, rápido, que tengo prisa…

El niño que quería cambiar de siglo, Capítulo 9 (María)




-¿Qué ha pasado ¿ ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?-

-Lo último que recuerdo es...vale, no recuerdo nada-cuando Pablo pronunció estas últimas palabras se oyó:
-Aaarg! ¿Dónde se ha metido el capitán? no hace más que desaparecer y aparecer; si yo fuera el capitán esto no pasaría.

-No digas eso, si te oye puede hacerte caminar por la tabla, ya sabes que últimamente está de un humor muy extraño.

Entonces recordé mis extrañas fantasías, esas que tenía cada vez que me dormía o me despistaba, pero esta vez no estaba solo.

-Pablo, debo confesarte una cosa, a veces viajo a otros siglos-dije sin más.

-A ver, el que fumó ayer fui yo no tú, así que deja de decir estupideces.

-No son estupideces, al principio creí que era una alucinación, un sueño, o que se debía a leer mucho, pero ya no me parece ningún sueño sobre todo porque tu también lo estás viviendo.

-A ver, vamos a centrarnos, esto es lo que pasó: nos quedamos dormidos en el barco y ellos zarparon sin darse cuenta de que estábamos aquí -Pablo se agarró la cabeza como si se le fuera a caer de tanto pensar.

-Si, claro, y resulta que hablan como piratas y me buscan a mí como capitán-mientras yo hablaba comenzamos a oír más movimiento. Arriba todo se empezó a mover y los supuestos piratas comenzaron a gritar y de repente, como si fuera algo normal, nos hallábamos en las pirámides de Egipto.

 Justo encima de las pirámides.

-Tú sabes distinguir entre un cigarro y coca, porque no sé muy bien qué fumé. Esto no puede estar pasando, no, no, no, esto no es real, no puede ser real.

Pablo se había sentado y movía la cabeza mientras se encogía  y se movía de un lado a otro como un loco, mientras yo me hacía la misma pregunta: ¿Dónde estábamos? Quizás en el antiguo Egipto.

 No se me ocurría nada y por más que esperaba, nada volvía a ser normal e intenté buscar algo positivo.

Al menos viajábamos gratis, y si digo la verdad eso no me desagradaba, estábamos cambiando de siglo sin saber por qué.

miércoles, 8 de junio de 2011

El candidato


            En el bullicioso mercado, las burbujas escapaban por el patio central como pompas de jabón. Eran burbujas de colores y de un fuerte olor a especias que se mezclaban con el griterío: las carcajadas de las mujeres  por las ocurrencias del tendero, el enfado del carnicero que reñía a su joven y despistado discípulo, las correrías por la galería entre carros  cargados de cajas de frutas y verduras. Un sin fin de colores de todos los matices se realzaban en los puestos con luceros, mientras en los pasillos oscuros los azulejos escondían sus vivos colores como si se reservaran en la cruenta batalla.
            Las miradas se revolvían buscando a los personajes con máscaras, sus sonrisas se dibujaban estáticas sobre la superficie de sus caretas similares a la de los payasos,  aunque adoptando gestos solemnes y exagerados. Su verborrea emborrachaba al gentío que se empalagaba  de la dulzura excesiva de sus palabras, provocando desconfianza ante tanta adulación. No dejaban  de ser unos vendedores más de la plaza, verdaderos profesionales de la política, vendedores de sueños y de remedios milagrosos frente a todos los males económicos y todas las deficiencias de la ciudad.
            A veces se les notaban nerviosos cuando se acercaba demasiado otro charlatán de distinto color, como si se repeliesen, y entonces comenzaban a hablar más deprisa y más alto de lo normal, emborronándose su sonrisa.
            El calor y la luz parecían aumentar a medida que pasaban las horas de la mañana y el bullicio se volvía ensordecedor, pero, de repente, el griterío se fue apagando y un silencio se fue extendiendo desde la entrada principal. La marea humana se fue calmando, formando lentos remolinos hasta que se fue abriendo un pasillo, como una  grieta amenazante que fue creciendo hasta alcanzar la trasera del edificio. A lo lejos se vio avanzar, con paso firme y decidido, una figura alta y negra, trajeada, de botines brillantes y sombrero de bombín. Su abundante y cuidada barba oscurecía su rostro, que se mostraba frío y de mirada penetrante. El silencio helado sacudió sin piedad a todos que, inmóviles y boquiabiertos, siguieron los pasos del candidato, y como una procesión desfilaron disciplinados y devotos tras aquel ser magnético hasta el edificio institucional.
Cuando subió al estrado, hierático y de mirada fulminante, contempló a cada uno de los sumisos ciudadanos, que percibían con resignación como eran violadas sus conciencias. Respiró profundamente ante la expectación del vecindario y lo dijo, concluyente, con una sonoridad incuestionable, su palabra atronó provocando un eco que se repite hasta la saciedad: ¡YO! Entonces los ciudadanos rompieron el silencio llenando el espacio de gritos, vítores, silbidos… mientras  que el candidato con su gesto asentía.