martes, 26 de abril de 2011

El niño que quería cambiar de siglo (capítulo 8) Paco Suárez


Llegó el fin de semana y la Dirección de la Residencia les dio permiso para volver a casa con sus padres. Enrique y Pablo, en lugar de dirigirse a la parada de guaguas, que los llevara a sus casas, decidieron darse una vuelta por el puerto.
Pablo dijo: ¡Vamos a ver a los pescadores! ¿Te gusta pescar, Enrique?
– Me parece lo más aburrido del mundo, pero el mar si me gusta. Me pasaría todo el día en la playa.– Enrique recordaba los veranos que no hace mucho pasaba con sus padres en la playa del pueblo antes de que las cosas se torcieran de aquella manera.
Se sentaron en el muro del muelle. Era una bonita tarde. El sol rasante, que iluminaba lateralmente las barquillas amarradas a las grandes boyas rojas, daba a la escena un aire de verano, que pronto llegaría. Los pescadores charlaban cadenciosamente. Entre largos silencios iban comentando lo flojo que estaba últimamente el equipo de la ciudad. El cigarrillo medio apagado de uno le colgaba de la comisura izquierda. La mirada fija en el agua. El dedo índice de la mano derecha sujetando la tanza de la caña para sentir el posible tirón de algún pez, que se demoraba ya demasiado.
–¡Chacho, ya perdimos la guagua! – se alarmó Pablo, levantándose rápidamente y tirando de la pesada mochila.
– ¿A dónde vas? Ya no la cogemos ni aunque le robemos la moto a estos tíos. ¿Qué te parece si nos damos una vueltita por el puerto a ver que hay? Siempre me han gustado esos barcos pesqueros, con esos colores tan fuertes, tan cantosos. – Enrique estaba olvidando, consciente o inconscientemente, que caía la tarde y pronto no tendrían servicio público de transporte.
            Fueron caminando por el borde del muelle, mientras tanto iban viendo las labores de los pescadores que estaban recogiendo los aparejos y preparándolos para la partida del día siguiente. Algunos iban abandonando los barcos para dormir en tierra después de comer y beber en las tabernas de la ciudad. No pocos volverían al barco por la mañana, después de pasarse una noche de juerga en los bares y los prostíbulos que abundaban en la zona portuaria, borrachos, maldiciendo a las chicas que les habían robado lo poco que les quedaba en su cartera tras una noche de desenfreno libidinoso.
            Al pasar junto a un barco de mediano tamaño y de nombre “Carmencita”, los chicos se dieron cuenta de que el último hombre que quedaba en la cubierta apagaba todas las luces, menos una, y salía balbuceando: Con ésta es suficiente para espantar a los ladrones. – ¿Qué tal si hacemos una visita de reconocimiento? – Dijo Pablo.
– ¡Estás loco! Seguro que hay alguien vigilando.– Contestó Enrique.       
– Vamos a comprobarlo. Susurró Pablo mirando a un lado y a otro para ver si había alguien que pudiera escucharles.
Cuando comprobaron que el último hombre del barco se alejaba engullido por las penumbrosas callejuelas de la ciudad, se sentaron en el borde del muelle, volvieron a comprobar que nadie les observaba y procedieron a tirar de los cabos que amarraban la embarcación al noray del puerto. Poco a poco el barco se fue acercando. Como el mar estaba sereno, el barco se desplazaba lenta pero fluidamente hasta la pared del muelle. En la popa y alrededor de todo el casco tenía cubiertas de ruedas de coche amarradas para evitar los golpes de la madera contra el muro. Aún así, al impactar con el muelle se oyó un  golpe sordo que alarmó a los chicos. Un sobresalto les recorrió sus cuerpos. Miraron desesperados a todos lados pero nadie parecía darle importancia a uno de tantos golpes que se producían en el vaivén constante de los barcos en el puerto.
– ¡Joder tío, ten cuidado, nos van a pillar! – le dice Enrique a Pablo. A lo que el otro responde: ¡No seas miedica y acojonado, que no pasa nada!
            Mientras Pablo sostiene la gruesa cuerda con todas sus fuerzas le exige al timorato Enrique que salte a la cubierta, pero como había unos metros de altura no se atrevía. – ¡Anda coño que se me escapa, aprovecha ahora que está cerca!, ¡me cago en la leche, salta ya! Eran unos gritos ahogados, como susurrados, imperativos pero en voz baja, ya me entienden…
Finalmente Enrique hizo acopio de valor y, agarrándose al muro del muelle se fue deslizando hasta dejarse caer sobre la cubierta del barco. Pablo, más temerario, se tiró dando un brinco enorme, que lo llevó a caer sobre unos rollos de cuerdas que estaban allí apiladas, lo que amortiguó su caída. – ¡Estás bien! – se dijeron uno a otro simultáneamente. – Sí, sí. No pasa nada. – dijeron excitados al unísono. Se sacudieron, miraron que tenían sus mochilas, se levantaron y se dispusieron a visitar aquel barco.
Ya era de noche. No veían bien. Sólo les llegaba la mortecina luz de los barcos de al lado. Se tropezaban con muchos bultos que había colocados en distintos sitios de la cubierta. Dieron una vuelta completa por la borda. Comprobaron que no había nadie. La luz que había dejado el último marinero dejaba ver el puesto de mando, con sus botones y su timón. No era una cabina muy grande. Luego se acercaron a la puerta de los camarotes. No estaba cerrada, como cabía esperar. Entraron, encendieron la luz y comprobaron el poco espacio que tenían los marineros para dormir. Los baños eran estrechísimos. Bastante más pequeños que los de sus casas y que los de la residencia.   
– Podríamos pasar la noche aquí. – Dijo Pablo, con una media sonrisa nerviosa.
– ¡Tu estás loco, nos están esperando en casa! ¡Anda, vámonos ya!
–  Ni de coña. Yo me quedo aquí. No hay nadie, podemos pasar la noche y mañana nos vamos. ¡Mira, una caja de cigarros!
– ¡Deja eso, no es tuyo!, ¿qué vas a hacer? – Pero Pablo no le hizo caso. Encendió un cigarrillo y sonrió satisfecho, mientras se le escapaba el humo entre las comisuras. – Disfruta de los placeres de los mayores. – dijo, mientras se atragantaba y tosía como un asmático. – Déjame salir, que me asfixio aquí dentro. Salieron de nuevo a la cubierta atropelladamente. Pablo corrió hasta la borda y poco a poco fue recuperando la respiración normal. Tiró el cigarro al mar y dijo con cierta chulería: Estos brutos fuman cigarros negros muy fuertes. Pero si tuvieran rubios, te diría yo si me fumaba unos cuantos…
La noche era plácida pero empezaba a refrescar. Se sentaron junto a la borda, entre unos cabos enrollados y unas pilas de cajas, de esa manera combatirían un poco el frío. Se taparon con unos impermeables que encontraron por allí.
– Este barco es una mierda, no tiene cañones ni mástiles ni velas enormes como los de Sandokán, Lord Jim o los piratas de “La isla del tesoro”. – dice Enrique.
– Tú que quieres, algo es algo, por lo menos este es de verdad.
En estas disquisiciones estaban cuando comenzó a vencerles el sueño. Entre bostezo y bostezo iban sucumbiendo al sopor y Morfeo comenzaba a acunarlos.
Sin que ellos se dieran cuenta, en varios grupos fueron volviendo los marineros al barco. El capitán venía dando voces y, entre risotadas les contaba a otros dos lo buenas que estaban las putas del puerto. Más de uno subió a bordo con alguna dificultad, debido a la evidente embriaguez que mostraba. Unos y otros, entre abrazos torpes y palabras gruesas iban reptando hasta los camarotes. Poco a poco iban ocupando, como podían, las literas correspondientes. Una mezcla entre sudor, restos de vómitos y pestilentes efluvios etílicos inundaban las estancias donde aquellos infelices dormirían la mona. El capitán ocupaba una estancia separada, pero no mucho mayor ni más confortable que la del resto. En seguida fue presa del sueño como los demás.
Cuando Enrique despierta se revuelve asustado y se pregunta: – ¿Dónde estoy? – Tenía los zapatos y los pantalones mojados, sentía frío y todo se movía. Se quita de encima a Pablo que se había quedado dormido sobre él, se despereza y mira furtivamente a su alrededor. Era ya de día, el barco había zarpado del puerto. Los marineros se afanaban en las tareas propias de a bordo. De un codazo despertó a Pablo. – ¡Chacho, que esto se mueve, ¿A dónde van éstos? ¡Me cago en la leche! ¿Y ahora?
– ¿Cómo, qué, qué? Acierta a decir sobresaltado y desconcertado Pablo.  

sábado, 9 de abril de 2011

Capítulo 7 ( Tatiana)


     El niño se sentó en la mesa y vio a una persona trayéndole la comida. Cuando miró el plato, vio que dentro había una sopa de letras – él las odiaba–. La persona que se la trajo le dijo:

–Hijito mío, como hoy has estado todo el día leyendo me pareció buena idea ponerte esa sopa.
–No hacía falta, ¿pero por qué mejor no pones lo que le has puesto a él?
–¿No te gusta la deliciosa sopa?
–Bueno, me la comeré.
El niño, después de cenar, decidió seguir en su habitación, allí estuvo unas cuantas horas leyendo.

Al dia siguiente se levantó muy animado y desayunó. Después, su amigo Pedro vino a buscarlo para ir a jugar a las colinas:

–Vas a venir a las colinas conmigo.
–Sí, espera, tengo que coger un libro.
– ¿Desde cuándo lees?
– Desde que descubrí la  fantasía, la aventura…
Después entró corriendo, cogió el libro y se fue.
Cuando llegaron, se tumbó debajo de un árbol y empezó a leer. Su amigo, como lo veía tan entretenido, se fue hacia donde estaba  y empezó a leer con él.

viernes, 1 de abril de 2011

Sangre y fuego

    Con la llegada de la primavera, parece que también florece la Literatura, la Literatura de la buena. Y es que ya algunos de nuestros plumigos esféricos (colectivo en torno a los blogs "La Esfera Cultural" y "7Plumas") ya están viendo los frutos que comienzan a brotar después de años de trabajo.


Primero fue nuestro plumigo Amando Carabias con su "Versos como carne" y ahora, concretamente ayer en S/C de Tenerife, nuestra Ana Joyanes nos presenta su novela "Sangre y fuego" (Ed. Idea, col. Tid Maior). Se trata de su segunda novela tras "Lágrimas mágicas" (Ed. Idea, 2008) y numerosas publicaciones colectivas. Pero en realidad es una prolífica escritora que tiene muchas obras en la despensa almacenadas desde que de niña enfermó de literatura. A pesar de que estudió Medicina y ejerce como tal no ha encontrado el antídoto a ese veneno. Quizá por ese motivo el estilo joyanesco es un estilo maduro y claramente definido que ya encontramos en "Lagrimas mágicas". LLama la atención su correcta y pulida escritura con certificado de calidad, su exquisito y rico vocabulario, su perfecto conocimiento de la lengua y de la técnica literaria, con la que consigue narrar situaciones y describir personajes fantásticos que sobrecogen al lector. Y es que, por encima de todo, la mente prodigiosa de Ana y su poder literario reside en sus sueños, en su imaginación fantástica  y diría salvaje, que sabe domesticar y llevarla al papel con tal fidelidad que el lector tiene la oportunidad de casi tocar esa fuente donde brotan esas historias.


Ana no puede disimular que disfruta creando esos seres fantásticos, ya sean dragones o nomos, como en "Lágrimas mágicas" o brutales vampiros como en "Sangre y fuego". En  ésta novela , de más de 500 páginas,  como  se ha señalado en la presentación, no es una historia de vampiros sino la de un vampiro en la historia. Llama la atención  como nuestra autora va cosiendo la historia a través del uso del flash-back ,moviéndose ágilmente por distintos lugares y periodos desde la época romana a la actualidad, pasando por el Barroco español o el Londres de la época victoriana. El lector se sorprenderá en esta historia de pasión, fuerza, odio y amor, por la capacidad de conmover que tiene Ana Joyanes, y arrarcarnos emociones encontradas, para ello no escatima recursos, con los que consigue sobrecogernos con sus descripciones o narraciones tremendamente brutales contadas con una precisión exquisita, es la "terribilitat joyanesca".